viernes, 8 de agosto de 2014

Centenario del nacimiento de Julio Cortázar.



  26 de agosto de 1914- 12 de febrero de 1984     


Un pequeño paraíso Las formas de la felicidad son muy variadas, y no debe extrañar que los 
habitantes del país que gobierna el general Orangu se consideren dichosos a 
partir del día en que tienen la sangre llena de pescaditos de oro. 
De hecho los pescaditos no son de oro sino simplemente dorados, pero 
basta verlos para que sus resplandecientes brincos se traduzcan de inmediato en 
una urgente ansiedad de posesión. Bien lo sabía el gobierno cuando un 
naturalista capturó los primeros ejemplares, que se reprodujeron velozmente en un 
cultivo propicio. Técnicamente conocido por Z-8, el pescadito de oro es 
sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible imaginar una gallina del 
tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría el tamaño de esa gallina. Por 
eso resulta muy simple incorporarlos al torrente sanguíneo de los habitantes en la 
época en que éstos cumplen los dieciocho años; la ley fija esa edad y el 
procedimiento técnico correspondiente. 
Es así que cada joven del país espera ansioso el día en que le será dado 
ingresar en uno de los centros de implantación, y su familia lo rodea con la alegría 
que acompaña siempre a las grandes ceremonias. Una vena del brazo es 
conectada a un tubo que baja de un frasco transparente lleno de suero 
fisiológico, en el cual llegado el momento se introducen veinte pescaditos de oro. 
La familia y el beneficiado pueden admirar largamente los cabrilleos y las 
evoluciones de los pescaditos de oro en el frasco de cristal, hasta que uno tras 
otro son absorbidos por el tubo, descienden inmóviles y acaso un poco azorados 
como otras tantas gotas de luz, y desaparecen en la vena. Media hora más tarde 
el ciudadano posee su número completo de pescaditos de oro y se retira para 
festejar largamente su acceso a la felicidad. 
Bien mirado, los habitantes son dichosos por imaginación más que por 
contacto directo con la realidad. Aunque ya no pueden verlos, cada uno sabe 
que los pescaditos de oro recorren el gran árbol de sus arterias y sus venas, y 
antes de dormirse les parece asistir en la concavidad de sus párpados al ir y venir 
de las centellas relucientes, más doradas que nunca contra el fondo rojo de los 
ríos y los arroyos por donde se deslizan. Lo que más los fascina es la noción de que 
los veinte pescaditos de oro no tardan en multiplicarse, y así los imaginan 
innumerables y radiantes en todas partes, resbalando bajo la frente, llegando a 
las extremidades de los dedos, concentrándose en las grandes arterias femorales, 
en la yugular, o escurriéndose agilísimos en las zonas más estrechas y secretas. El 
paso periódico por el corazón constituye la imagen más deliciosa de esta visión 
interior, pues ahí los pescaditos de oro han de encontrar toboganes, lagos y 
cascadas para sus juegos y concilios, y es seguramente en ese gran puerto 
rumoroso donde se reconocen, se eligen y se aparean. Cuando los muchachos y 
las muchachas se enamoran, lo hacen convencidos de que también en sus 
corazones algún pescadito de oro ha encontrado su pareja. Incluso ciertos 
cosquilleos incitantes son inmediatamente atribuidos al acoplamiento de los 
pescaditos de oro en las zonas interesadas. Los ritmos esenciales de la vida se 
corresponden así por fuera y por dentro; sería difícil imaginar una felicidad más 
armoniosa. 
El único obstáculo a este cuadro lo constituye periódicamente la muerte 
de alguno de los pescaditos de oro. Longevos, llega sin embargo el día en que 
uno de ellos perece, y su cuerpo, arrastrado por el flujo sanguíneo, termina por 
obstruir el pasaje de una arteria a una vena o de una vena a un vaso. Los 
habitantes conocen los síntomas, por lo demás muy simples: la respiración se 
vuelve dificultosa y a veces se sienten vértigos. En ese caso se procede a utilizar 
una de las ampollas inyectables que cada cual almacena en su casa. A los POCOS 
minutos el producto desintegra el cuerpo del pescadito muerto y la circulación 
vuelve a ser normal. Según las previsiones del gobierno, cada habitante está 
llamado a utilizar dos o tres ampollas por mes, puesto que los pescaditos de oro se 
han reproducido enormemente y su índice de mortalidad tiende a subir con el 
tiempo. 
El gobierno del general Orangu ha fijado el precio de cada ampolla en un 
equivalente de veinte dólares, lo que supone un ingreso anual de varios millones; 
si para los observadores extranjeros esto equivale a un pesado impuesto, los 
habitantes jamás lo han entendido así, pues cada ampolla los devuelve a la 
felicidad y es justo que paguen por ella. Cuando se trata de familias sin recursos, 
cosa muy habitual, el gobierno les facilita las ampollas a crédito, cobrándoles 
como es lógico el doble de su precio al contado. Si aún así hay quienes carecen 
de ampollas, queda el recurso de acudir a un próspero mercado negro que el 
gobierno, comprensivo y bondadoso, deja florecer para mayor dicha de su 
pueblo y de algunos coroneles. ¿Qué importa la miseria, después de todo, 
cuando se sabe que cada uno tiene sus pescaditos de oro, y que pronto llegará 
el día en que una nueva generación los recibirá a su vez y habrá fiestas y habrá 
cantos y habrá bailes? 


Un Tal Lucas – Julio Cortázar

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